Excelentísimo señor alcalde, autoridades, amigos del Club Taurino Extremeño, taurinos, amigos todos.
Ni soñé con ser torero ni con escribir de toros. Y sin embargo, aquí me tienen. Bastaron unos capotazos de palabras de pura casualidad, cuando me encargaron el primer artículo en un periódico, y desde entonces mi palabra juega al toro, procura vestirse de luces o de ropa de faena campera, y sale a ver qué puede hacer ante el toro del silencio de una sala, o ante el toro de papel de un folio, que sepan ustedes que un silencio plantado duele corno la incertidumbre del callejón de toriles, y el papel en blanco es un “bicho” ensabanao que siempre tiene mucho que torear.
Pero no soñé con ser torero. Primero porque la valentía apenas si me subió al nivel de los calcetines, y el miedo, en cambio, me subía tanto que podía peinarme, o, al menos, podía con sus manos temblorosas abrocharme mal el botón más alto de la camisa. Yo procuré siempre soñar con algo que yo mismo pudiera fabricar en sueños para encontrármelo al amanecer, que ustedes saben que no hay nada más triste que amanecer y encontrarse rotos los sueños que en sueños teníamos en las manos. No soñé con ser torero. Yo oía hablar a los viejos aficionados que un buen torero podía comprar un cortijo en una buena temporada…, pero, miren, es que a mí tener un cortijo no me volvía loco, y si para conseguirlo tenía que ponerme delante de un toro y triunfar, prefería dedicarme a otra cosa.., y, si hacía falta, trabajar en el cortijo del torero. No soñé con ser torero, aunque jugaba al toro. Como tampoco soñaba con ser sheriff y jugaba a los vaqueros. Los niños y las niñas de mi infancia nos íbamos a las eras vacías de la primavera a jugar al toro. Sacos pintados de almagra eran capotes y muletas; el gorro de un legionario licenciado, que nos colocábamos atravesado sobre la cabeza, de tal guisa que la borla cayera sobre la oreja izquierda, la montera; la espada, un listón con una cruceta; el toro, el chiquillo más noble y menos mandón, que embestía llevando en las manos unidas dos cuernos de vaca unidos por un palo, dos cuernos de vaca que habíamos cogido, secos y vacíos, del corral del matadero, en un rincón de moscas y sangre seca. Las chiquillas nos elaboraban campanillas de papel de plata de las tabletas de chocolate y nos las colgábamos en el pecho como adornos de luces. Cuando toreábamos, ellas, tan niñas y tan mujeres, se sentaban en los filos de la era como en una barrera de sueños y les brindábamos las faenas y, en la vuelta al ruedo, ellas nos correspondían lanzándonos al paso margaritas y clavellinas. Hasta allí llegaban mis sueños toreros, de ahí no pasaron nunca, pero les aseguro que no habrá novillero que debute en plaza de primera con más alegría y más ilusión que aquellos chiquillos que íbamos a jugar al toro en las eras de abril.
Ahí descubrí, y ahí hice mía, guardaba en mi memoria como un tesoro, parte de la estética taurina que me apasiona. Y más tarde, un mediodía de marzo que estaba con mi padre en el campo, a orillas de la vereda de la carne, y un galimatías de interjecciones sonó por donde una nube de polvo dejaba ver ocho pares de medialunas que venían trotando entre los caballistas y las garrochas, ocho demonios zaínos que iban soltando en el aire una espesa telaraña de babas… Nunca soñé con ser torero, pero me arrastraban los toros, su mundo, las ganaderías, las estampas lejanas de los bravos pastando en su paz gregaria, y en la barbería donde de niño subía a aquel cadalso del banquito sobre el sillón, empezó a despertarme curiosidad el mundo del toro en el medo. El barbero, viejo aficionado, tenía las paredes llenas de fotografías de toreros frente al toro, de pases que aún no entendía, de quiebros banderilleros que no imaginaba cómo podían salir indemnes, de estocadas en las que el diestro se metía entre las pitas mellizas de una cornamenta infernal. Y un día de esa niñez que entré a la vieja casa del torero Carancha, en mi pueblo, en mi calle, siete cabezas de toros colgadas de la pared pusieron una semana de miedo en mi asombro infantil. La imagen que forjó mi miedo fue la de siete toros que estaban atravesando el muro de la casa y ya asomaban la cabeza. Siempre pasé bajo aquellas cabezas disecadas, cabezas que tenían en el pecho un medallón de reseña, como bajo siete pares de espadas amenazantes, incapaz de mirar los ojos de cristal muerto y calcular la herida que guardaban aquellas puntas mortales.
Me horrorizaba incluso la idea de soñar con ser torero. Pero el camino de la niñez me iba llevando por los terrenos donde siempre el toro era una constante; el toro se me cruzaba en el camino, en un juego de pasión y miedo: como juego en una era de abril, como espanto en un encierro por una vereda, como curiosidad en las fotos dé la barbería o corno terror embalsamado en la casa de Carancha. El día que por primera vez entré a una plaza de toros, la mano empezó a mover la palabra como quien vuela un capote, como quien esgrime una espada, como quien mima una franela, y en los vuelos del verbo empezó a zurearme una querencia por el mundo taurino, una querencia que primero fue una idea retenida y después la palabra suelta. Ese día, todo lo que había vivido, en las eras, en la vereda, en las ganaderías y en la casa del torero, se me vino a la memoria, y de la memoria, al papel. Y al fondo, siempre, el campo.
Porque no hay una fiesta, una tradición, un arraigo cultural que tenga más hermoso paisaje que el del mundo del toro. En el mundo del toro, todo es belleza, razón de literatura, de arte. Y de pasión. Desde que un chiquillo se ajusta la camisa como si fuera un chaquetilla, desde que se mira en el primer espejo y se ve vestido de luces, y ve que tras su imagen del espejo, en ese fondo donde sólo llegan los sueños, hay un largo recorrido de triunfos y de aclamaciones, hasta que la gloria o la tragedia copan los titulares, el mundo del toro desliza suavemente un paisaje de hermosuras incomparables. Creen los antitaurinos que con la Fiesta Nacional -de la que les duele incluso el nombre, como si la nación fuera una guarida de bandoleros-, creen, repito, que se acaba en cuanto se dejen de matar toros. Como si todo esto que nos apasiona se redujera a una estocada o a un infame descabello que repite su obcecación de aguja incierta buscando la última puntada en la médula. Creen que aquí todo es sangre y maltrato. No se adentran en los largos corredores de la fiesta, son incapaces de entender lo que puede sentir un chaval que pone andares de torero en busca de una tarde de la que los demás huimos como posesos. ¿Qué es una ganadería, un cebadero donde engorda el sacrificio? Pobre perspectiva. La ganadería teje a su alrededor un mundo agropecuario que mantiene el equilibrio medioambiental como pocas empresas. Una ganadería es un territorio de románticos cuidado por románticos. Una ganadería es una bodega de sangres, una bodega de bravura, una bodega de castas que después vemos, en los ruedos, embotellada en la estampa irrepetible de un toro. Y la catarnos corno quien cata el mejor vino. Esto nuestro no es una labor de sanguinarios, como creen algunos. Un mundo, el más amplio, se cobija bajo la gran carpa que levanta la piel del toro. Cien oficios se mantienen desde siglos gracias al toro; todas las Artes hallaron en el toro la inspiración para engrandecerse, que si descolgáramos y quemáramos todos los cuadros taurinos, destrozáramos todas las esculturas taurinas, rompiéramos todas las partituras musicales taurinas, paralizáramos los pasos de baile que se mueven con inspiración taurina, hiciéramos trizas los millones de magníficas fotografías taurinas, y borráramos todas las páginas gloriosas de la literatura taurina, nos quedaríamos huérfanos de arte, y andaríamos desorientados por la historia, buscando las claves que la levantó.
Vengo gustoso a Badajoz, como vine siempre a Extremadura, corno fui siempre a cualquier sitio taurino, porque sé que vengo a un lugar donde la fiesta nacional, la fiesta de los toros es un rito que tiene su razón en la sangre, sí, pero no en la sangre derramada de los toros sino en la sangre de España, en el tuétano de cada uno de nosotros y de nuestros antepasados. Una razón de sangre, como la querencia por la luz, por el cante, por la devoción, por los sentimientos más nobles. Mucho más allá de los carteles, unos carteles donde se alinean los nombres más relevantes de la Fiesta, Badajoz levanta su Feria y Fiestas de San Juan por una razón festiva, por la razón de una cultura elevada que le va en la sangre, en la memoria, en la amplitud de los días abiertos. Cuando Badajoz se asoma al fondo del pozo amarillo de su plaza, no sólo lo hace porque sabe que allí estarán Moura, Mendoza y Ventura para traerse el campo a la ciudad en el trote, el braceo o el galope de caballos que son primos hermanos de los vientos de la dehesa; no porque sepa que sobre el tapete del miedo aparecerán los ases de espadas de Ferrera, El Juli, Perera, Ponce, Cayetano, Solís, Posada, Lancho, Finito y Talavante; ni porque de Portugal vengan recortadores que danzan ante las astas, sobre las astas, entre las astas, como una chiquilla baila entre rosales. No viene Tomás, las heridas no están todavía zurcidas, y para qué darle más ventajas al toro. Pero Badajoz va a la plaza porque también su afición está más allá de Tomás, ni empieza en él ni en él acaba, que en los carteles hay para levantar la torería.